SAN MARTÍN

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Como de costumbre las hermanitas acudían al penúltimo paradero del ómnibus para ir sentadas. La idea de exponerse a ser manoseadas en un vehículo hinchado de hombres morbosos les producía escalofrío. Las frases palpitantes de Doña Láurea, su abuela, agudizaban su nerviosismo e inculcaban un sentimiento aterrador:

– “En el Perú no se respeta a la mujer…y mucho menos esos desgraciados callejoneros… plebe…chusma…sarta de pechugones… hay que tener mucho cuidado siempre…les gusta decir asquerosidades y tocar a las mujeres donde no deben… ¡Sinvergüenzas!”

– “Sí, Mamita”, decían las jóvenes.

Se sabían de memoria la ruta al colegio, pensaron que el imaginarse invisible evitaría un encontrón nefasto con la deshonrada conducta de sus compatriotas. A ninguna mujer, por mala que sea, le gusta que le metan la mano hasta llegar a la vulva solo para apretársela con fuerza hasta hacerla llorar, se decían. El desafío de la juventud, no obstante, era más fuerte que el pavor y no les impidió tomar el riesgo más costoso de su inmadurez. Las palabras de Doña Láurea cayeron en el vacío para las hermanitas conforme tramaban la experiencia más apasionante de su joven vida: conocer El Buque, uno de los callejones más antiguos de Lima, cuna de las tradicionales jaranas criollas donde vibraba la esencia del país. Llamado así por su arquitectura, el solar quedaba al doblar la calle y sobresalía por sus tres largos e interminables pisos, un auténtico desafío al tiempo y a los terremotos, albergue de los más humildes de Lima.

La tarde que se desviaron para visitar a Ángela, una compañera de colegio que había faltado al colegio varios días por sufrir de asma, sería soleada y cómplice de su hazaña. El alivio de no verse obligadas a tomar transporte público aquel día apaciguó su ansiedad mientras que el asistir al colegio solo medio día les daba la oportunidad de tomar una tregua del perenne recelo y la ilusión de emprender su primera aventura a un lugar legendario. Aun con el menosprecio que los inquilinos de tales viviendas inspiraran en familias como la de su bisabuelo, el Coronel, las adolescentes se maravillaban de los cuentos de callejón, comunidades trabajadoras donde la confraternidad reinaba al igual que la rufianería. Doña Láurea se olvidaba que cuando habitaban en la casa de los rosales, toda la servidumbre provenía de estos lares. Con frecuencia Ángela les hablaba de su mundo, algo queles parecía fuera de lo común y hasta las llenaba de espanto. Soñaban con ver las casas de vecindad de un solo caño, alineadas a lo largo de un corredor infinito, presencia nacional que su bisabuelo nunca pudo aceptar.

Había varios solares cerca de la casa del cercado donde les tocó vivir tan solo cinco años mientras esperaban que el gobierno militar les devolviera la usurpada casa de los rosales. El callejón de las Siete Puñaladas; El Buque; Los Pericotes; Matamandinga; Los Guitarreros.Pululaban y se las habían arreglado para sobrevivir lindando entre sí con las familias de antaño por toda la ciudad de Lima.

Con cierta ironía, Rosalía y su hermana mayor reconocían que la Ciudad de los Reyes tenía su sentido del humor, pues se proclamaba igualitaria en algunos aspectos: había lugar para todo el mundo. Se preguntaban con frecuencia el porqué de la omisión de lo popular en los libros escolares, su invisibilidad en la participación nacional al igual que la falta de atención de escritores renombrados hacia una población que vibraba dentro de un mismo corazón. De aquí su curiosidad por cruzar a este mundo coexistente al de ellas.Cuando se hicieron mujeres entendieron la causa: la igualdad social no era una preocupación para los suyos, al contrario, maldecían su existencia. Ellas, en cambio, se sentían seducidas ante la idea de tirarse a lo desconocido.

Por medio del Coronel, se enteraron del papel que familias como la suya habían tenido cuando se trataba de la formación del verdadero peruanismo. Alegaba la falta de interés que los peruanos modernos demostraban por desarrollar una conciencia histórica propia, constantemente les atribuía indiferencia y tedio, sintiendo un profundo resentimiento después de lo que habían pasado en el conflicto bélico. Según él, sobre los héroes del Pacífico había caído la tarea de reconstruir un país devastado por una guerra vencible si no hubiera sido por la cobardía de compatriotas traidores y la ambición chilena. A medida que Rosalía escuchaba a su bisa, pensaba en la ironía de la llamada ocupación ocurrida poco después del golpe militar. Por suerte para todos, el Coronel había fallecido antes de la infame mudanza.

Para los viejos criollos, el famoso hacinamiento era motivo de urticaria nacional, enigmático fantasma asociado con la confianza excesiva, la vulgaridad al hablar, la falta de delicadeza y la familiaridad innecesaria que simbolizaban un pasado sin título ni mérito propio, identidad que se rehusaba a perecer de la vida cotidiana. Para el bisabuelo, los pobres no tenían otra alternativa que habitar estos desagües humanos donde la delincuencia, el arroz con frijoles, y el caño público, acompañados de una exacerbada devoción por San Martín de Porres, el moreno levitante, eran su fuente de supervivencia. No obstante, el antiguo callejón limeño se incrustó en el corazón de Rosalía de por vida, pues había dejado cicatrices que ardían de un momento a otro. Cosmopolita, invadida por un ejército de autómatas con iPhones, sicarios adolescentes, supermercados gagá y centros comerciales llenos de tiendas de marcas impronunciables, Lima se renovaba sobre las ruinas de El Buque, universo que ella y su hermana habían cruzado en sus jóvenes años, en el mismo lugar donde ahora se imponía una soberbia empresa de transportes, yuxtaponiendo una capa más en una historia sin fin.

Doña Láurea no permitía que sus nietas fueran al colegio sin antes pasar por una inspección cuidadosa del uniforme. Se aseguraba de que llevaran el jumper azul marino planchado, los pliegues nítidamente descansando sobre las rodillas, la blusa blanca de manga corta almidonada y como una patena de limpia, los zapatos lustrados como espejos, las medias azules estiradas hasta el borde de la rodilla con esmero sin asomar un indicio de piel. Como broche de oro, el infaltable poncho rojo se manifestaba como una manta sobre los cuerpos diminutos, recordatorio de la bandera de su gran país.

Partieron a la una como de costumbre para cumplir su turno diurno. Miraron a la derecha y a la izquierda, haciendo de cuentas que divisaban el detestado colectivo. Continuaron.

Al llegar a la esquina de su casa en el Jirón Huancavelica, las hermanas se detuvieron para asegurar su invisibilidad una vez más y voltearon en el Jirón Angaraes. Poco antes de llegar al término de la cuadra se hallaron a la entrada del famoso lugar: tres pisos infinitos que llegaban al cielo, dilatado corredor desafiante, el colosal barco viviente las invitaba a cruzar un universo sin límites. Embelesadas ante la presencia de la monumental construcción, echaron una ojeada al plebeyo túnel y se quedaron inmovibles en el portón, absortas por la cadena de aberturas en serie del panal de abejas misterioso que estaban a punto de penetrar. El único conductor de agua del vecindario en el centro de la vivienda tenía cara de pocos amigos y amenazaba con delatarlas. Como herramienta de salvación, la gruta de la Virgen del Carmen a la entrada les proporcionó sosiego y valor para seguir. Ángela vivía en la parte del fondo.

Había hombres parados al pie del portón con la única meta de acorralar a las mujeres que pasaban por el medio. Al verlas, se acercaban primero, les murmuraban al oído piropos inmorales e inmediatamente venían los apretones de senos y las metidas de mano, siempre y cuando la mujer fuera bien repartida. Acosar a una mujer en lugares populares como éste en aquel entonces era cosa de todos los días. Por ser medio escuálidas y no tener ni curvas ni senos protuberantes, las hermanitas no llamaban la atención ni ameritaban un piropo asqueroso. A los quince años no eran diosas voluptuosas como muchas alumnas del instituto comercial al que asistían y cuyos novios las esperaban en el paradero para consumar travesuras a escondidas. Aparte de tener tablas de plancharen lugar del ideal cuerpo de guitarra que toda peruana anhelaba, el pánico inspirado por su abuela se encargaba de mantenerlas lejos de los hombres.

Se las habían arreglado para pasar por desapercibidas y se dirigieron hacia el final sin olvidar las plegarias, como si estuviesen cruzando un horizonte dantesco. A medida que recorrían el gran pasillo de la nave humana, los inquilinos se amontonaban ante la presencia de Rosalía: sobresalía. Esto no les impidió desviarse de su destino y continuaron caminando, pese al triste contraste entre ellas y los pasmados que las veían pasar. Les temblaban las piernas al caminar y cuando pensaban haber detectado el número cuarenta y siete, las interceptó una figura conocida: Doña Julia, la lavandera de su abuela.

Doña Láurea solía burlarse de Doña Julia a sus espaldas, remedándola al sonreír ya que solo se le veían los dientes inmaculados como un alabastro. Decía que la morena se había ganado el cariño de su patrona por su amor al trabajo y su honestidad, pues se jactaba de no sucumbir ante la mentira. Con una actitud sospechosa las interrogó:

– “Jóvenes, ¿Ustedes qué hacen aquí? Este lugar es muy peligroso. ¿Su abuelita sabe que han venido o se han hecho la vaca”?

– “Doña Julia, buenas tardes, vinimos a ver a una compañera del colegio que está enferma. De aquí nos vamos al colegio”, contestaron trepidantes en unísono y titubeando.

Después del inicial saludo, se quedaron calladas a medida que la inquietud les inundaba el corazón, sospechando que, gracias a la fiel lavandera, su abuela se enteraría de su escapada. Se despidieron. De inmediato Doña Julia se quitó el mandil mugriento que llevaba, y se dirigió a la calle esforzándose por mantener el equilibrio entre su desmedido busto y sus piernas cortas mientras esquivaba con torpeza los piropos inmorales de sus acechadores. Divisaron a Ángela saliendo de su casa para darles el alcance y con una sonrisa transparente, las interceptó:

– “¡Qué lindo que pudieron venir a verme, amigas!”  se regocijaba la morena de diminuta contextura.

– “¡Cómo no íbamos a venir a verte, Angelita, ¡si te extrañamos tanto!”

Maríjen, la mamá de Ángela les invitó arroz zambito. Era una mujer sufrida y serena, maravillosa y solidaria con el prójimo, prójimo que muchas veces llegaba en llanto a su casa después de haber aguantado una paliza del marido borracho y el dinero del alquiler despilfarrado en la pulpería del chino de la esquina.

Seguida la breve, aunque entrañable visita, el hermano de Ángela las acompañó al paradero para que tomaran el ómnibus al colegio. Tuvieron una tarde ideal, pensando en el lugar descrito como desdeñable por su abuela, era fuente de solidaridad arraigada y pureza de corazón. Al igual que el Coronel, Doña Láurea prohibía las visitas de gente de color a su casa, pero las adolescentes se las arreglaron para conservar la amistad de Ángela a través de los años porque su compañerita era su paño de lágrimas. Apenas salieron de la última clase, sus miradas se atravesaron sin querer, compartían un extraño presentimiento que dominó su pensar hasta llegar a la entrada de la quinta. Saludaron a los vecinos con intranquilidad y se apresuraron a entrar en su casa.

El único mérito que Rosalía y sus hermanos reclamaban era el de provenir de una familia noble y empobrecida. Su abuela se encargaba de recordarles que eran biznietas de un Coronel de infantería reconocido durante la Campaña de la Breña por su servicio a la patria, guerrero que luchó cuerpo a cuerpo contra los chilenos. Doña Láurea guardaba con celo los documentos sobre la vida militar de su padre, escritos por su hermano, el famoso historiador que llegó a ser director general del Archivo Histórico del Perú. Sus descendientes no olvidarían su pasado ya que los nuevos limeños desconocían la verdadera historia de estos hombres, cosa que les hervía la sangre a los viejos criollos. Por esto estaban prohibidas de hacer amistades en el barrio. Gracias a los infortunios de la vida, la abuela se había visto obligada a mudarse de Pueblo Libre donde yacía su palacete a un barrio popular como el Cercado de Lima:

– “¡Estos peruanos nuevos son todos chusma! No saben ni de dónde vienen ni a dónde van… tu bisabuelo está enterrado en la Cripta de los Héroes junto al resto de los héroes del Pacífico revolcándose de la vergüenza… ¡Qué país, Ave María Purísima! ¡No se enteran de nada”!

– “Sí, Mamita” decían las nietas en coro.

Entraron en la casa sin sorprenderles ver a la lavandera parada al pie de la puerta como una impenetrable muralla al lado de su abuela. Tratar de dar una explicación en ese momento sería en vano. Primero venía el preámbulo:

– “Un pajarito me ha dicho por ahí que hoy llegaron tarde al colegio…”, dijo la anciana fijando su mirada en la de Rosalía.

– “Fuimos solo un ratito a ver a nuestra amiguita que estaba enfermita, Mamita”, contestó su hermana mayor con la voz quebrantada por la zozobra.

San Martín, el látigo de cuero constituido de tres ramas, emergía con lentitud. Previamentemantenido en agua caliente por cinco minutos para maximizar su eficiencia, era el único instrumento disciplinario utilizado por su abuela. En un acto de desesperación, las jóvenes empezaron a apiñarse, táctica que utilizaban para competir con el depurado sistema de su abuela, método que llegó a perfeccionar gracias a las interminables palizas: sintieron los primeros efectos del castigo en las piernas, seguidos por los brazos; había que proteger los órganos. Latigazos van. Latigazos vienen. Súplicas van. Súplicas vienen. Nada. Ya no por favor. Las marcas surgían con ligereza y la sangre se mezclaba lentamente con las lágrimas con timidez. Ay, pena, penita, pena. En un instante de conciencia, Rosalía levantó la vista para ver a Doña Julia: tenía la cabeza agachada y las mejillas mojadas. Parecía muerta en vida.

No había a dónde voltear, se encontraban acorraladas en una esquina por la inmovible lavandera, compinche que resguardaba aterrorizada posibles escapes. Los azotes cesaban cuando las laureanas manos se rendían ante el cansancio y la culpa se asomaba. Una vez ejercido el castigo, declaraba sentencia:

– “Eso les pasa por desobedecer a su abuela. Espero que no pase más y que me pidan perdón mañana. Ahora se van al patio hasta que sea la hora de acostarse”.

Las adolescentes caminaron lenta y cautelosamente con la intención de no hacer ningún movimiento que reanudara los azotes. Cuando llegaron sollozantes y abrazadas al lugar más frígido de la casa, se quedaron quietas hasta que su abuela se acordara que las había dejado a su suerte. Las noches invernales en Lima eran lentas para llegar, pero despiadadas una vez asentadas, y las hermanas habían descubierto que, al acurrucarse, formaban una alianza irrompible; esperaban que las cicatrices desaparecieran conforme el estío de sus almas anunciara su presencia. Después de todo, “El tiempo lo cura todo…” decía Rosalía. “Hasta el odio…” contestaba la mayor. Le imploraban al Dios de su abuela que el plazo entre una paliza y otra fuera cada vez más largo.

Los castigos cesaron después de una caída causada por un zapato de tacón que intempestivamenteapareciera en medio de la sala en camino a flagelarlas, artículo que provocó el tropezón. Aunque las nietas tuvieran que sobarle las piernas a la abuela con talco antes de la comida para aliviarle el dolor, aquella tarde fue la más feliz de su vida: en su juventud, los tacones pasaron a ser los favoritos de las jóvenes en agradecimiento por haberlas salvado.

Doña Julia renunció al día siguiente.

2 comments so far ↓

  • 1 A. Velasquez // Mar 11, 2023 at 12:11 pm

    Disfruté bastante la lectura de este cuento. El final me hizo recordar la crueldad del abuelo en “Los gallinazos sin plumas” del peruano Julio Ramón Ribeyro. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que las niñas en esta historia actúen como los niños que ya cansados del maltrato de su abuelo dejan que Pascual, el cerdo, se lo coma? En esta historia ellas se regocijan del infortunio de su abuela al tropezar en un zapato de tacón y verla caerse.

    El cuento “San Martín” es de trama sencilla en donde resaltan temas de carácter universal sobre todo aplicables a otros espacios de la región latinoamericana. El deseo de las adolescentes por descubrir o explorar ese otro mundo palpitante que coexiste paralelo al suyo es mas fuerte que las prohibiciones o perjuicios que su abuela pueda tener. La pobreza, la desigualdad, el acoso y maltrato hacia las mujeres, la devoción religiosa como hálito de esperanza, pero sobre todo la supervivencia de almas ya resignadas en los callejones y barrios de la “bestia de un millón de cabezas” que representa la gran ciudad como en el cuento de otro escritor peruano, Enrique Congrais son temas que sobresalen, entre otros.

  • 2 Cande Arrieta // Apr 24, 2023 at 3:56 pm

    Me fascinó la historia de San Martín. La Doctora Bazan pinta, con sus palabras, excelentes imágenes de niñas precoces, conscientes de la realidad, y luchando constantemente contra la vida que comparten en el hogar con la abuela, y el mundo real y moderno al que quieren pertenecer. Leer la historia San Martín es transportarse a un mundo lleno de prejuicios y vergüenzas causados por la sociedad en la que habitan los adultos, pero también es un mundo mágico en el que las jóvenes desean compartir y pertenecer. Una forma maravillosa de redactar la historia del mundo criollo latinoméricano. Tener una abuela que les controla cada paso y cada acción, o como suelen decir ellas “tener ojos en todas partes” no es más que una forma opresiva y controladora de expresar una amargura por lo que pudo ser en sus vidas y que no fue. Las chicas, con sus escapadas logran descubrir un mundo totalmente maravilloso y más real que el mundo del que la abuela les habla constantemente y que las mantiene atrapadas.

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